10 de enero de 2015

Novedades editoriales: Mr. Mercedes, de Stephen King - primer capítulo



El día de hoy les traigo una cortesía de Penguin Random House: un extracto del primer capítulo de Mr. Mercedes, el más reciente libro del amo del terror y el suspenso: Stephen King.

Un mundo vibrante y peligroso lleno de personajes que
viven en el límite de la razón. Un clásico de Stephen King.
Una escalofriante novela que no te dejará indiferente y que
demuestra, una vez más, la exquisita prosa de uno de los
escritores más reconocidos de Estados Unidos.


Tras publicarse un anuncio con ofertas de «trabajo garantizado», desde la madrugada miles de desempleados aguardan pacientemente haciendo fila frente a un edificio en espera de una entrevista. Justo antes de las cinco, un misterioso Mercedes color gris se precipita con violencia contra la multitud. El conductor logra escapar y el crimen, que arroja ocho muertos y 15 heridos de gravedad, queda impune. El detective Bill Hodges era uno de los investigadores del caso. El recuerdo de la tragedia aún lo persigue, incluso en sus días de retiro cuando su vida transcurre en los miasmas del ocio, pues ha recibido una carta de quien se hace llamar el «Asesino del Mercedes»; esta vez, Bill está convencido de que capturará al homicida. Que el juego comience.

Mr. Mercedes es una batalla entre
el bien y el mal orquestada por el
gran maestro del suspenso, quien
nos ofrece un retrato fascinante del
asesino disfuncional. Completamente
perverso.


Mr. Mercedes
Stephen King

Primer capítulo

9-10 de abril, 2009

Augie Odenkirk tenía un Datsun 1997 que aún funcionaba bien pese a sus muchos kilómetros, pero el combustible salía caro, sobre todo para un hombre sin trabajo, y el Centro Cívico estaba en la otra punta de la ciudad; decidió, pues, tomar el último autobús del día. A las once y veinte de la noche se apeó con la mochila a la espalda y el saco de dormir enrollado bajo el brazo. Pensó que a eso de las tres de la madrugada agradecería ese saco de plumón. Era una noche fría y neblinosa.
—Buena suerte, amigo —dijo el conductor cuando Augie se bajó del autobús—. Deberías conseguir algo sólo por ser el primero.
Pero en realidad no lo era. Cuando Augie llegó a lo alto del empinado y ancho acceso al gran auditorio, vio que frente a las puertas aguardaban ya más de veinte personas, algunas de pie, en su mayoría sentadas. Una cinta amarilla con el rótulo prohibido el paso, sostenida por postes, formaba un pasillo zigzagueante a modo de laberinto. Augie había visto ya antes ese dispositivo en cines, así como en el banco donde ahora estaba en números rojos, y comprendía su finalidad: apelotonar al mayor número de gente posible en el menor espacio posible.
Cuando se acercó al extremo de lo que pronto sería una fila interminable de aspirantes a un empleo, Augie vio con estupefacción y desaliento que la última era una mujer con un niño dormido en una mochila portabebés. La criatura tenía las mejillas encarnadas por el frío y un leve resuello acompañaba cada una de sus respiraciones.
La mujer oyó aproximarse a Augie, un poco falto de aliento, y se volvió. Era joven, y tirando a guapa pese a las acusadas ojeras. Tenía a sus pies una pequeña bolsa acolchada. Augie supuso que guardaba ahí las cosas del bebé.
—Hola —saludó ella—. Bienvenido al club de los madrugadores.
—A quien madruga Dios le ayuda. —Tras una breve vacilación, Augie se decidió a presentarse porque, al fin y al cabo, qué más daba, y le tendió la mano—. August Odenkirk. Augie. Me reestructuraron hace poco. Así lo llaman en el siglo XXI cuando te ponen de patitas en la calle.
La mujer le estrechó la mano. Tenía un apretón más que aceptable, firme y nada tímido.
—Soy Janice Cray, y este angelito es Patti. A mí también me reestructuraron, digamos. Era empleada doméstica de una familia de Sugar Heights, todos muy simpáticos. Él…en fin, tiene un concesionario de coches.
Augie hizo una mueca. Janice movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Eso pienso yo. Dijo que sentía dejarme marchar, pero tenían que apretarse el cinturón.
—Pasa mucho hoy día —comentó Augie, preguntándose: ¿Es que no tienes a nadie con quien dejar a la niña? ¿Nadie en absoluto?
—No me ha quedado más remedio que traerla.
Augie supuso que Janice Cray no necesitaba ser adivina para leerle el pensamiento.
—No tengo a nadie —añadió ella—. Nadie literalmente. Una chica de mi calle no podía quedarse hoy toda la noche… ni aunque hubiera podido pagarle, y no puedo. Si no consigo trabajo, no sé qué vamos a hacer.
—¿No podías dejársela a tus padres? —preguntó Augie.
—Viven en Vermont. Si yo tuviera dos dedos de frente, cogería a Patti y me marcharía allí. Aquello es precioso. Aunque también para ellos corren tiempos difíciles. Dice mi padre que tienen la casa bajo el agua. No literalmente, no es que estén en medio del río ni nada por el estilo; es por algo relacionado con la hipoteca.
Augie asintió: eso también pasaba mucho hoy día.
Unos cuantos coches ascendían por la cuesta desde Marlborough Street, donde Augie se había bajado del autobús. Doblaron a la izquierda y accedieron a la amplia superficie vacía del aparcamiento, que sin duda estaría atestado al clarear el día… cuando faltaran aún unas horas para que la Primera Feria Anual de Empleo de la Ciudad abriera sus puertas. Ninguno de los vehículos se veía nuevo. Los conductores aparcaron, y de casi todos los automóviles salieron tres o cuatro personas en busca de trabajo y se encaminaron hacia las puertas del auditorio. Augie no era ya el último de la cola. Ésta casi llegaba al primer recodo del pasillo zigzagueante.
—Si tengo trabajo, tengo canguro —explicó Janice—. Pero esta noche a Patti y a mí no nos queda otra que aguantarnos.
La niña tuvo un arranque de tos áspera que a Augie no le gustó nada. Luego se revolvió en la mochila y se tranquilizó de nuevo. Al menos iba bien abrigada; llevaba incluso unos mitones diminutos. Los críos sobreviven a cosas peores, se dijo Augie, desazonado. Pensó en la persistente sequía de los años treinta y en la Gran Depresión.
Aunque esta otra crisis, la actual, no era precisamente pequeña, o eso opinaba él. Dos años atrás todo le iba bien. No era que nadase en la abundancia, pero pagaba las facturas, y a fin de mes, la mayoría de las veces, aún le sobraba un poco. Ahora todo se había ido al garete. Habían hecho algo raro con el dinero. Augie no alcanzaba a entenderlo; antes era oficinista, un simple machaca, en el departamento de logística de Great Lakes Transport, y sabía sólo de facturas y de organización de envíos por barco, tren o avión mediante un ordenador.
—La gente me verá con un bebé y pensará que soy una irresponsable —dijo Janice Cray, preocupada—. Lo sé, lo veo ya en sus caras; lo he visto en la tuya. Pero ¿qué iba a hacer? Aunque esa chica de mi calle hubiera podido quedarse toda la noche, me habría costado ochenta y cuatro dólares.

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Sobre el autor:
Stephen King vive entre Maine y Florida con su esposa, la también novelista Tabitha King. Ha escrito más de 40 novelas y cientos de relatos que le han hecho merecedor de numerosos premios, entre ellos el World Fantasy, varios Bram Stoker y la medalla que National Book Foundation otorga a quienes han realizado una aportación notable a la literatura sajona. Autor de títulos como El resplandorCarrieIt (Eso) y Cementerio de animales, Stephen King es el amo y señor de la narrativa de horror contemporánea.

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